La religión
llevada al extremo por los subnormales de turno vuelve a cobrarse víctimas
mortales. Subnormales intolerantes que tratan de poner sus creencias religiosas
por encima de las creencias de otras personas y, en clara muestra de profunda
gilipollez, por encima de vidas humanas. Creyentes del islam, es decir,
musulmanes, atentando contra personas al tiempo que consideran intolerable
comer cerdo. Qué paradójico y al mismo tiempo representativo del sinsentido que
representa la religión: creencias inculcadas cuyo arraigo se basa precisamente
en el afecto a quienes las inculcan. Traición del subconsciente de los más
vulnerables: los niños. No es ese mi
argumento preferido en contra de la religión, ni es su esencia la que quiero
cuestionar. Prefiero centrarme, por lo que hemos conocido estos días, en la
intolerancia religiosa, que no es lo mismo que la religiosidad en sí sino una
vertiente de la misma. Ser religioso no implica ni mucho menos ser intolerante,
por lo que musulmanes, cristianos, judíos o creyentes de absurdos mitos son
respetables, por más que las invenciones en las que creen sean simples proyecciones
idealizadas del humano. Proyecciones que, además, le restan valor por
compararlo a un ser ideal y supremo –eso precisamente denunció Feuerbach en el
siglo XIX-.
Intolerancia.
Claro que en su esencia no es buena, pero hay casos y casos: intolerancia con
zumbados que empuñan cuchillos y degüellan periodistas es necesaria y única vía
de supervivencia. A esas personas no se las puede tolerar ni respetar, sólo se
las puede detestar, odiar y, si se da el caso, aniquilar. Porque la simpleza de
su argumento es mayúscula: como yo creo en esto y tú en eso, pim pum, dos tiros
en la nuca y asunto arreglado. Genocidio de personas por sus creencias. Si
nos escandalizan los presos políticos, a quienes se arrebata la libertad por
sus ideas, también deben escandalizarnos los muertos religiosos, que son
privados de su vida por sus creencias. A una persona, decía Ortega y Gasset, se
la conoce por sus ideas, no por sus creencias. Más absurdo aún, por tanto,
matar por creencias que apresar por ideas. Cuando tuvo lugar el asalto a Charlie Hedbo, nuestro brillante Presidente del Gobierno afirmó que no, que eso no tiene nada
que ver con la religión. Qué cachondo. Matan por Alá pero no lo hacen por
motivos religiosos. Mariano, majete, nadie quiere acabar con las religiones,
pero es incuestionable el daño que pueden llegar a hacer cuando, prometiendo el
paraíso cuando acabe la vida, se convierten en máquinas destructoras que pueden
llegar a desear la muerte y relacionarla con la felicidad absoluta. También la
cristiana, sí: San Agustín opinaba que la felicidad absoluta se basa en la
posesión o fruitio de Dios y que ésta
no se puede dar en vida porque, al ser todo efímero, el miedo a perderlo nos
resta felicidad. Hacen creer que la felicidad está por llegar y aseguran que se
encuentra allá donde nunca hemos estado, en la muerte, que no deja de ser
ausencia de Ser, es decir, que en la muerte no hay nada, y por tanto tampoco
puede haber felicidad. Nadie muere y sube al cielo por las escaleras
mecánicas, ni pierde su alma porque no tiene tal cosa. Agarrarnos a ese clavo ardiendo, Mariano, es una valiente
chorrada; claro que estos asesinos sin piedad matan por religión y claro que su
psicosis mental tiene que ver con sus creencias (en concreto, con una mala
interpretación de su libro sagrado).
Así que lo único
que podemos hacer es restringir su campo de acción. Ya en 2013 los musulmanes
más intolerantes dieron guerra: Miss Mundo acabó cancelando el desfile en
bikini por las fuertes protestas de algunos puritanos. Y hace unos días, aquí
en España, más protestas. Con pancartas y todo. No a los bikinis, sí a su ilegalización.
Todo tiene explicación: la cultura machista del islam (que también comparte el
cristianismo, basta leer la Biblia) trata de reprimir a las mujeres y
convertirlas en meros objetos que el hombre pueda manejar. Y cuando se cerciora
de que las mujeres no darán problemas, escondidas bajo un oscuro y humillante
velo, va a por el resto de hombres. Para más señas, todos los que no sean
musulmanes. Quienes asesinan cristianos son los mismos que obligan a poner velos, pero elevados al cubo. Su origen es el mismo; la meta, ilimitada, de modo que
permitir el uso de velos es ser cómplice del germen que crea asesinos y genocidas destructores
de otras culturas, de otras creencias, de otras ideas. No a los velos como no a
su sucedáneo, el genocidio. No al hiyab, al niqab, al burka o a cualquier medio
de opresión. No a la teórica superioridad basada en el más puro azar del sexo
bajo el que cada cual nace. No a la intolerancia religiosa. En Europa sabemos mucho de intolerantes; nuestro siglo XX está plagado de idiotas que asesinaron por creerse quiénes para hacerlo: el holocausto nazi o las purgas estalinistas son sendos ejemplos. No podemos permitir que vengan estos a contarnos qué sí y qué no se puede permitir. Todo es permisible, salvo aquellos que no permiten. Para ellos, vuelo de vuelta o cadalso. Es su elección.
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