A lo que estamos. Pasaban las tres de la madrugada cuando
decenas de garrulos se abalanzaron sobre lo que llaman la Virgen del Rocío, con
el objetivo de darla un paseíto por el pueblo, para que tomara un poco el aire,
que un año bajo techo le pesa a cualquiera. Saltaron la valla de la manera más
incivilizada que se les ocurrió: pegando patadas, puñetazos y codazos a diestro
y siniestro, pasara quien pasara. El fin justifica los medios, y todo eso. Y la
ilicitud de los medios no importa si el fin es alcanzar esa figurita de cera
más bien pequeña para representar a una persona -¿o ya ni eso?-, a la Mujer del
Espacio, que no sabemos si existe, pero se aparece de vez en cuando en plan
mística, haciéndose la interesante. Cómo le gusta que la veneren. Cuando
llegaron a tocarla, incluyendo varios niños a los que sus inconscientes de sus
padres auparon y enviaron al infinito y más allá sobre decenas de cabezas y
brazos desconocidos, la sacaron en procesión por el pueblo, como siempre
tomando las calles, con las consecuentes molestias que ello ocasiona. Abundaron
los lloros y sollozos, teóricamente de emoción, aunque no sería raro que tan
penosa imagen hiciera llorar por desesperación a cualquiera que precie su
capacidad racional. Claro que la razón y la religión están tan desunidas que
difícilmente hubiera alguien cabal en tan estrambótica representación.
El debate tiene un aspecto más formal que ese, el que gira
en torno al monoteísmo o su contrario, el politeísmo. Corrientes eclesiásticas
aseguran que se basan y deben basarse en Dios, aunque, paradójicamente, tampoco
es ésta gran solución, porque no es posible creer en un único e inigualable
ente si es Trino, es decir, Padre, Hijo y Espíritu Santo al mismo tiempo. No
puede representar un ser místico de pura invención a un adulto, un niño y una
paloma simultáneamente. La sola idea es surrealista. Y una
religión no se puede considerar monoteísta si adora tanto a Jesús (el loco de turno que dijo ser hijo de Dios),
a las ochenta mil vírgenes que hay por el mundo, a los evangelistas (pero sólo
a los cuatro escogidos a dedo, al resto que les den), a los Santos y un largo
etcétera. La industria de los alucinógenos debe de estar contenta con las
espontáneas apariciones de vírgenes y santos. Las creencias en las que se basa
la Iglesia, en definitiva, incluyendo los pilares más básicos, están en suelo
arcilloso y se desmoronan con un simple soplo de viento.
El caso es que, monoteísmo y politeísmo aparte, los locos de
turno que se echaron sobre la esfinge deificada no son más que la viva imagen
de España. La calidad y la precisión de la metáfora llama poderosamente la
atención. Los dioses, o lo que se parece a ellos, es decir, los políticos que
apoderamos con nuestro voto, protegidos por vallas y alejados de la ciudadanía
a la que dicen representar y rodeados de lujos pagados por sus votantes; y ante
los políticos el pueblo, o los feligreses en este caso, un populacho loco, irracional, maleducado.
En España se perdieron las formas hace tiempo y así nos va. La televisión nos
mete basura en la cabeza para rellenarla y sustituir así a lo que debería
preocuparnos -culturizarnos, por ejemplo-. Maltratamos el lenguaje como si de
un simple utensilio se tratara, olvidando su pasado, su presente y nuestra
obligación de asegurarle un futuro. Y, con la globalización, lo prostituimos
llenándolo de anglicismos innecesarios que tienen equivalentes en castellano
cuyo uso es tachado de pedante y recalcitrante. Cometemos errores aún
subsanables que nadie se preocupa de arreglar, pero no pasa nada. A fin de cuentas,
siempre podemos ir a misa el domingo y pedir perdón a Dios por todos nuestros
horribles pecados, disculparnos por hacer lo inevitable -confundirnos o fallar-
y fustigarnos sin motivo aparente. En cuarenta y cinco minutos, asunto
arreglado. El opio del pueblo, dijo Karl Marx. Pero al pueblo le da igual.
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