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sábado, 6 de junio de 2015

Hipnotizados e idiotas

El día internacional de la sinrazón y de la idiotez se celebró hace unos días en Huelva. Cientos de personas montaron en cólera cuando, en plena madrugada, les dieron luz verde para saltar la verja que los separaba de una muñeca de cera vestida con mantos del siglo catapúm y decorada con pretenciosos bordados de oro. Una festividad así sólo puede pertenecer a esta Iglesia española, tan nuestra en sus costumbres, tradicional para ser machista y retrógrada, pero suficientemente moderna para estar al quite de la actualidad y comer el coco a jóvenes capillitas con aires de teólogos pero que, en el fondo de su ser, no saben por qué creen. Postureo, lo llaman. Todo tan español y tan tradicional.

A lo que estamos. Pasaban las tres de la madrugada cuando decenas de garrulos se abalanzaron sobre lo que llaman la Virgen del Rocío, con el objetivo de darla un paseíto por el pueblo, para que tomara un poco el aire, que un año bajo techo le pesa a cualquiera. Saltaron la valla de la manera más incivilizada que se les ocurrió: pegando patadas, puñetazos y codazos a diestro y siniestro, pasara quien pasara. El fin justifica los medios, y todo eso. Y la ilicitud de los medios no importa si el fin es alcanzar esa figurita de cera más bien pequeña para representar a una persona -¿o ya ni eso?-, a la Mujer del Espacio, que no sabemos si existe, pero se aparece de vez en cuando en plan mística, haciéndose la interesante. Cómo le gusta que la veneren. Cuando llegaron a tocarla, incluyendo varios niños a los que sus inconscientes de sus padres auparon y enviaron al infinito y más allá sobre decenas de cabezas y brazos desconocidos, la sacaron en procesión por el pueblo, como siempre tomando las calles, con las consecuentes molestias que ello ocasiona. Abundaron los lloros y sollozos, teóricamente de emoción, aunque no sería raro que tan penosa imagen hiciera llorar por desesperación a cualquiera que precie su capacidad racional. Claro que la razón y la religión están tan desunidas que difícilmente hubiera alguien cabal en tan estrambótica representación.

El debate tiene un aspecto más formal que ese, el que gira en torno al monoteísmo o su contrario, el politeísmo. Corrientes eclesiásticas aseguran que se basan y deben basarse en Dios, aunque, paradójicamente, tampoco es ésta gran solución, porque no es posible creer en un único e inigualable ente si es Trino, es decir, Padre, Hijo y Espíritu Santo al mismo tiempo. No puede representar un ser místico de pura invención a un adulto, un niño y una paloma simultáneamente. La sola idea es surrealista. Y una religión no se puede considerar monoteísta si adora tanto a Jesús (el loco de turno que dijo ser hijo de Dios), a las ochenta mil vírgenes que hay por el mundo, a los evangelistas (pero sólo a los cuatro escogidos a dedo, al resto que les den), a los Santos y un largo etcétera. La industria de los alucinógenos debe de estar contenta con las espontáneas apariciones de vírgenes y santos. Las creencias en las que se basa la Iglesia, en definitiva, incluyendo los pilares más básicos, están en suelo arcilloso y se desmoronan con un simple soplo de viento.

El caso es que, monoteísmo y politeísmo aparte, los locos de turno que se echaron sobre la esfinge deificada no son más que la viva imagen de España. La calidad y la precisión de la metáfora llama poderosamente la atención. Los dioses, o lo que se parece a ellos, es decir, los políticos que apoderamos con nuestro voto, protegidos por vallas y alejados de la ciudadanía a la que dicen representar y rodeados de lujos pagados por sus votantes; y ante los políticos el pueblo, o los feligreses en este caso, un populacho loco, irracional, maleducado. En España se perdieron las formas hace tiempo y así nos va. La televisión nos mete basura en la cabeza para rellenarla y sustituir así a lo que debería preocuparnos -culturizarnos, por ejemplo-. Maltratamos el lenguaje como si de un simple utensilio se tratara, olvidando su pasado, su presente y nuestra obligación de asegurarle un futuro. Y, con la globalización, lo prostituimos llenándolo de anglicismos innecesarios que tienen equivalentes en castellano cuyo uso es tachado de pedante y recalcitrante. Cometemos errores aún subsanables que nadie se preocupa de arreglar, pero no pasa nada. A fin de cuentas, siempre podemos ir a misa el domingo y pedir perdón a Dios por todos nuestros horribles pecados, disculparnos por hacer lo inevitable -confundirnos o fallar- y fustigarnos sin motivo aparente. En cuarenta y cinco minutos, asunto arreglado. El opio del pueblo, dijo Karl Marx. Pero al pueblo le da igual.

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