Blog de opinión sobre actualidad social y política.

domingo, 28 de junio de 2015

Tolerar a intolerantes

La religión llevada al extremo por los subnormales de turno vuelve a cobrarse víctimas mortales. Subnormales intolerantes que tratan de poner sus creencias religiosas por encima de las creencias de otras personas y, en clara muestra de profunda gilipollez, por encima de vidas humanas. Creyentes del islam, es decir, musulmanes, atentando contra personas al tiempo que consideran intolerable comer cerdo. Qué paradójico y al mismo tiempo representativo del sinsentido que representa la religión: creencias inculcadas cuyo arraigo se basa precisamente en el afecto a quienes las inculcan. Traición del subconsciente de los más vulnerables: los niños. No es ese mi argumento preferido en contra de la religión, ni es su esencia la que quiero cuestionar. Prefiero centrarme, por lo que hemos conocido estos días, en la intolerancia religiosa, que no es lo mismo que la religiosidad en sí sino una vertiente de la misma. Ser religioso no implica ni mucho menos ser intolerante, por lo que musulmanes, cristianos, judíos o creyentes de absurdos mitos son respetables, por más que las invenciones en las que creen sean simples proyecciones idealizadas del humano. Proyecciones que, además, le restan valor por compararlo a un ser ideal y supremo –eso precisamente denunció Feuerbach en el siglo XIX-.

Intolerancia. Claro que en su esencia no es buena, pero hay casos y casos: intolerancia con zumbados que empuñan cuchillos y degüellan periodistas es necesaria y única vía de supervivencia. A esas personas no se las puede tolerar ni respetar, sólo se las puede detestar, odiar y, si se da el caso, aniquilar. Porque la simpleza de su argumento es mayúscula: como yo creo en esto y tú en eso, pim pum, dos tiros en la nuca y asunto arreglado. Genocidio de personas por sus creencias. Si nos escandalizan los presos políticos, a quienes se arrebata la libertad por sus ideas, también deben escandalizarnos los muertos religiosos, que son privados de su vida por sus creencias. A una persona, decía Ortega y Gasset, se la conoce por sus ideas, no por sus creencias. Más absurdo aún, por tanto, matar por creencias que apresar por ideas. Cuando tuvo lugar el asalto a Charlie Hedbo, nuestro brillante Presidente del Gobierno afirmó que no, que eso no tiene nada que ver con la religión. Qué cachondo. Matan por Alá pero no lo hacen por motivos religiosos. Mariano, majete, nadie quiere acabar con las religiones, pero es incuestionable el daño que pueden llegar a hacer cuando, prometiendo el paraíso cuando acabe la vida, se convierten en máquinas destructoras que pueden llegar a desear la muerte y relacionarla con la felicidad absoluta. También la cristiana, sí: San Agustín opinaba que la felicidad absoluta se basa en la posesión o fruitio de Dios y que ésta no se puede dar en vida porque, al ser todo efímero, el miedo a perderlo nos resta felicidad. Hacen creer que la felicidad está por llegar y aseguran que se encuentra allá donde nunca hemos estado, en la muerte, que no deja de ser ausencia de Ser, es decir, que en la muerte no hay nada, y por tanto tampoco puede haber felicidad. Nadie muere y sube al cielo por las escaleras mecánicas,  ni pierde su alma porque no tiene tal cosa. Agarrarnos a ese clavo ardiendo, Mariano, es una valiente chorrada; claro que estos asesinos sin piedad matan por religión y claro que su psicosis mental tiene que ver con sus creencias (en concreto, con una mala interpretación de su libro sagrado).


Así que lo único que podemos hacer es restringir su campo de acción. Ya en 2013 los musulmanes más intolerantes dieron guerra: Miss Mundo acabó cancelando el desfile en bikini por las fuertes protestas de algunos puritanos. Y hace unos días, aquí en España, más protestas. Con pancartas y todo. No a los bikinis, sí a su ilegalización. Todo tiene explicación: la cultura machista del islam (que también comparte el cristianismo, basta leer la Biblia) trata de reprimir a las mujeres y convertirlas en meros objetos que el hombre pueda manejar. Y cuando se cerciora de que las mujeres no darán problemas, escondidas bajo un oscuro y humillante velo, va a por el resto de hombres. Para más señas, todos los que no sean musulmanes. Quienes asesinan cristianos son los mismos que obligan a poner velos, pero elevados al cubo. Su origen es el mismo; la meta, ilimitada, de modo que permitir el uso de velos es ser cómplice del germen que crea asesinos y genocidas destructores de otras culturas, de otras creencias, de otras ideas. No a los velos como no a su sucedáneo, el genocidio. No al hiyab, al niqab, al burka o a cualquier medio de opresión. No a la teórica superioridad basada en el más puro azar del sexo bajo el que cada cual nace. No a la intolerancia religiosa. En Europa sabemos mucho de intolerantes; nuestro siglo XX está plagado de idiotas que asesinaron por creerse quiénes para hacerlo: el holocausto nazi o las purgas estalinistas son sendos ejemplos. No podemos permitir que vengan estos a contarnos qué sí y qué no se puede permitir. Todo es permisible, salvo aquellos que no permiten. Para ellos, vuelo de vuelta o cadalso. Es su elección.

sábado, 20 de junio de 2015

Mandarinas

Agárrense que vienen curvas. Y 'spoilers', así que si no han visto la película titulada igual que este artículo, dejen de leer. Si Mandarinas fue nominada a los Óscars, a los Globos de Oro y a los Satellite Awards, no fue por casualidad. El mensaje de esta película estonia del año 2013 es tan claro y conciso como su minutaje -escasos 80 minutos-: no a la guerra. Pero indagando más en la idea que la película quiere transmitir, y desde mi modesto análisis del cine de autor (no soy yo ningún cinéfilo empedernido sino un simple espectador más), tiene muchos matices. Vayamos al grano.

Por encima del espíritu anti-bélico que Mandarinas transmite, cabe destacar el llamamiento a la racionalidad por encima de las pasiones patrióticas característicamente irracionales. La razón, así como la moderación y la mediación entre conflictos candentes quedan representadas en la figura de Ivo, estonio que vive en una casucha perdida en el campo georgiano. Es la suya una casa simple, sencilla, pero cuidada en su interior, acogedora y cálida. Pero, dentro de la simpleza, entre ella y el protagonista, Ivo, se entabla un paralelismo lleno de semejanzas: exterior superficial y descuidado (pelo tirando a largo, rostro arrugado, barba desaliñada) combinado con un interior gratificante, agradecido, cercano. Lo que entre nosotros llamaríamos una buena persona. Por encima de su personalidad más cordial destaca su capacidad para razonar abstrayéndose del conflicto que vive en primera persona, una cruenta guerra civil que termina por arrasar la casa de su único amigo y colaborador.

Lo paradójico del destino queda claramente representado en esta lenta pero profunda película. Llámenle film, si están a la moda. El hijo de Ivo fue asesinado combatiendo en la mencionada guerra civil por un georgiano y, de hecho, es el cadáver enterrado de su hijo el único vínculo que mantiene el protagonista con la tierra que se resiste a abandonar a pesar de la insistencia de sus amigos y familiares. Tras caer heridos un checheno y un georgiano frente a su casa, Ivo tiene el deber moral de recogerlos y ayudarles a curarse en su propia casa. Deber moral que, en todo caso, no hace sino elevar a lo inalcanzable su buena voluntad y su compromiso social. Tras morir asesinado el georgiano en la mejor escena de la película, cerca del final de la misma, queda enterrado junto al hijo de Ivo, cuyo nombre no se llega a conocer. Asesinado por un georgiano, yace muerto junto a un georgiano. Poco importan esos detalles que remarcan el absurdo de la existencia.

El mensaje que transmite Mandarinas es por encima de todo pesimista: a pesar de los intentos del entrañable protagonista, con quien el espectador enlaza un vínculo de respeto y admiración, la irracionalidad del patriotismo o la religiosidad exacerbada acaban sobreponiéndose a la razón como vía de apaciguamiento. La muerte del principal amigo del protagonista y el mencionado asesinato del georgiano que éste acoge son el resultado de un ataque de cuatro capullos chechenos que, para júbilo del espectador, acaban masacrados. Y ese es un matiz cuanto menos curioso: el llamamiento a la razón pierde importancia cuando es el mismo espectador quien se alegra al ver la muerte a tiros de cuatro personas. Tal es la importancia de los sentimientos y tal es el nivel al que la razón está supeditada a ellos.

El director, Zaza Urushadze. Es improbable que vuelvan a oír de él, pero su nombre es digno de ser apuntado. Como el de Lembit Ulfsak (Ivo) o Giorgi Nakashidze (el checheno). Si de alguna manera llega el mensaje de la película es a través del buen hacer de sus actores.

martes, 16 de junio de 2015

Humor

El humor es el mayor salvoconducto de la democracia. Reside en él la capacidad de bajar del pedestal los asuntos puntillosos y al mismo tiempo intrascendentes que ocurren en nuestro día a día: tragedias como asesinatos masivos en ataques terroristas o catástrofes naturales inevitables, pero también pequeñas tonterías, como el clásico resbalón con una cáscara de plátano o el simple tropezón que pone la atención sobre quien lo sufre. El humor no es más que la simplificación del mundo con el objetivo de producir risa (y por tanto diversión) a costa de él mismo, es decir, de todos nosotros, en tanto que habitantes. Es una simplificación dolorosa; y lo es porque aceptarla implica reconocer la evidente intrascendencia de nuestro paso por el mundo, el sinsentido que representa nuestra vida. Hasta de muertes se puede reír uno.

Claro que el humor, como todo, tiene categorías. El humor inteligente, por ejemplo, es apolíneo, racional, rebuscado y escondido, porque su comprensión depende de una formación externa al más simple y elemental gracejo. En otras palabras, la esencia del humor inteligente reside fuera de él, en otro ámbito distinto, que pertenece a la política, la religión o la filosofía. La base sobre la que se asienta este tipo de humor es meramente externa. Otra línea humorística sería, por ejemplo, el conocido como humor verde, que es grotesco, pueril, fútil, banal, superficial y simplón. Es tan simple que gira en torno a cagar, mear y follar, sin más recurso que la mofa sencilla y benévola, porque si alguna ventaja tiene este tipo de gracia es que no suele tener maldad. El humor negro, finalmente -y en gran simplificación de los distintos tipos-, es el que más oscuro trasfondo esconde, el más verdadero y sincero, pero al mismo tiempo cruel, despiadado e incompasivo. Su mayor logro es aislarse del mundo hasta el punto de no sentirse afectado por las opiniones que éste vomite, consiguiendo una externalidad que se torna en superioridad y despreocupación por los juicios que desde fuera tratan de derrumbar todo lo que no acompaña a la sociedad. Es el equivalente al Superhombre nietzscheano en la escala de lo humorístico, porque erradica creencias y sistemas morales actuales. El humor negro hace mofa a costa de Irene Villa o los hijos de Bretón, evidenciando, como ya se ha explicado, que hasta de tragedias y muertes se puede reír uno, es decir, entra en todo cuanto exista sólo por existir y lo hace intrínsecamente. Es por tanto ilimitable, y su limitación responde al obsesivo ocultamiento de lo oscuro y lo trágico que acompaña a nuestra pusilánime sociedad del siglo XXI, incluyendo, cómo no, la muerte. Y la crueldad que entraña la jocosidad basada en desgracias es tan evidente que se entiende rechazable, pero nunca condenable ni limitable por los motivos ya expuestos. La supremacía de lo trágico en el humor negro sólo es comparable a la burla de la desgracia que acompañaba a los esperpentos de Valle-Inclán, a los dramas de Lorca o a la tragedia de Wagner.

Recientemente se han conocido -interesadamente, como siempre- burlas grotescas de futuros cargos políticos del ayuntamiento de Madrid, puestos que han alcanzado apoyando la candidatura de Manuela Carmena a través de Ahora Madrid. Uno de los linchados por la debilidad social ha sido Guillermo Zapata, hipotético futuro Concejal de Cultura, a quien se ha fustigado por tweets de 2011 en los que demostraba su afición por el humor negro. La derecha española, escandalizada con el gobierno de la para ellos tan temible y demoníaca izquierda, ha atacado a personajes como él argumentando una falta de humanismo e incluso apoyo a barbaridades recientes que todos, incluyendo quienes ríen de ellas, condenamos, como el Holocausto judío o el asesinato de Marta del Castillo. En esta penosa campaña, impulsada desde las redacciones de los principales diarios que han tenido que remontarse hasta 2011 para encontrar un arma con que atacar a la nueva política, es una muestra más de lo putrefacta que es la caverna mediática española, con El País, La Razón, El Mundo y sobre todo ABC a la cabeza. Nos hemos encontrado con medios que aún no han condenado el franquismo reclamando la dimisión de quien ha bromeado con el Holocausto, una forma de darwinismo social que desarrolló el régimen nazi, que a su vez ayudó al propio Franco a ganar la Guerra Civil. Han salido, por otra parte, miembros del Partido Popular (Carlos Floriano) a decir, parafraseando a Monedero, que "en política el perdón se conjuga dimitiendo", cuando ellos mismos han olvidado esa cita en numerosos casos de corrupción, empezando por las cercanas muestras de cariño del Presidente del Gobierno al imputado tesorero del partido que aún gobierna.

Resulta escandaloso el afán por la corrección política que muestran los propios ciudadanos, que ignoran el escaparate de falsedad y ambigüedad que ella implica. Los políticos políticamente incorrectos podrían y deberían ser el futuro, al haber en ellos una sinceridad y naturalidad que de otra manera se hace imposible de mostrar. Si asumimos que las bromas que tienen que ver con judíos reducidos a cenizas equivalen a apoyo al nazismo, y si, peor aún, entendemos que esas gracias implican un déficit necesario en la gestión del bromista en cuestión, tenemos un problema de base. Los sucesos lamentables de medios tergiversadores esclavos del poder antiguo vendiendo información a un pueblo dócil y vulnerable demuestran que no hemos entendido nada de lo que significa el humor. No hemos entendido nada del mayor salvoconducto de la democracia.

viernes, 12 de junio de 2015

Las lecturas de la Botella

Ay amigo. Que sobre los politicuchos que manejan Españistán como les sale de los mismísimos se ha escrito ya mucho, pero es inevitable llamar la atención sobre una de sus más recientes hazañas. Una más para sumar a la lista de ridículos registrados por los de la vocación pública fingida y frustrada. Ya ni sorprende.

Nuestra víctima de hoy será la mismísima alcaldesa en funciones de Madrid, la única e inigualable, la que gobernó una ciudad a pesar de su nula aptitud y total discapacidad psíquica y gnoseológica: Ana Botella. Sí, la esposa del bigotes que creó la burbuja inmobiliaria. La mujer de Aznar, el expatriado corrupto que, para su suerte, aún no ha sido investigado. O bueno, quizás lo haya sido pero sus sobornos hayan podido con un juez corruptible. Quién sabe. A estas alturas estarán intrigados por conocer ese espantoso ridículo de la Botella, que, además, no es el primero -ni el último, a buen seguro-. La tía apareció hace unos días en el Convento de las Trinitarias, ya saben, donde les ha dado por molestar a las apacibles monjitas durante los últimos meses para, azada en mano, buscar los restos del mejor escritor de la Historia de España, Miguel de Cervantes. Encontraron su tumba, o la que se sospecha que pudo ser su tumba, marcada con las iniciales MC, dieron por hecho que era él, hicieron las maletas y se lo llevaron. En el laboratorio, evidentemente, ninguna ciencia pudo comprobar que los restos pertenecían al autor de El Quijote (en este punto no hace falta que matice que sigo hablando de Cervantes, ¿no?). Pero bueno, y la ciencia qué más da, si las iniciales corresponden a las del hombre al que buscamos, pues oye, seguimos para delante.

Estamos, entonces, en el Convento de las Trinitarias. La situación es kafkiana: se sobrepone sobre el lugar en que teóricamente está enterrado don Cervantes una placa que se encuentra tapada por una bandera de España. Ya saben, para la inauguración. Hay por ahí todo tipo de personalidades de la alcaldía de Madrid, entre ellas, por supuesto, la aún alcaldesa; también hay, por algún motivo, unos tíos vestidos de militares, portando todas las rojigualdas que habían encontrado en el chino de la esquina y un gorrito de lo más chick. Empieza el tema, así que los militares se dirigen, con paso firme y consolidado, mirada al frente, rostro serio y gesto de responsable orgullo, hacia la placa bajo la cual yace Manuel Casado, o Miguel Corona, o Maximiliano Cardoso, algún pobre hombre que jamás habría sospechado ser perturbado de la tranquilidad de la inexistencia cuando fue enterrado hacia más de cuatro siglos. Algún pobre señor que unos idiotas han removido para aparentar sacrificio por la cultura. A estas alturas de la película. Los militares se detienen y Botella mueve con elegancia la bandera española que recubría la placa. Qué grandilocuencia, clap, clap, clap. Aplausos para la alcaldesa, la Grande de España, qué guapa estás y súbeme el sueldo, que con esto no me da para el mantenimiento del yate. Así, de repente, por sorpresa, empieza el discurso, y con él lo mejor de la mañana. La charla de la Botella está plagada de elogios al que (el asesor que elabora los textos) considera un escritor magnífico, un hombre que merece ser recordado hasta la posteridad. Botella elogiando a Cervantes es, como poco, para que el hombre (él o Maximiliano Cardoso, quien sea) se incorpore, agarre un objeto punzante y se lo arroje a la cabeza. Botella, la más lamentable gestora de lo público que ha visto Madrid y toda España en los últimos años. La del café con leche en Plaza Mayor. La que no ha leído un libro en su vida, tardó por lo menos treinta años en oír hablar de Cervontes (se escribe así, ¿no?) y dedica sus ratos libres, a buen seguro, a ver el Sálvame. Y viene aquí la tía, muy orgullosa ella, rodeada de corbatas y vestidos elegantes, a darnos una clase de Literatura, a explicarnos el bien que ha hecho Miguel a España y a la literatura en general. Junto al nombre del escritor del Siglo de Oro hay una cita de su libro "Los trabajos de Persiles y Segismunda". Qué paradoja que tal cita esté justo tras Ana Botella, que ni ha trabajado nunca ni conocía ese libro antes de ese día. Dice que si está allí es para honrar los restos de alguien que lo merece, pero su sola presencia es toda una deshonra. Lecciones las justas si vienen de la incultura y la incompetencia personificadas. Váyase señora Botella, váyase. A su lujosa casa con su prestigioso marido. O al carajo.

sábado, 6 de junio de 2015

Hipnotizados e idiotas

El día internacional de la sinrazón y de la idiotez se celebró hace unos días en Huelva. Cientos de personas montaron en cólera cuando, en plena madrugada, les dieron luz verde para saltar la verja que los separaba de una muñeca de cera vestida con mantos del siglo catapúm y decorada con pretenciosos bordados de oro. Una festividad así sólo puede pertenecer a esta Iglesia española, tan nuestra en sus costumbres, tradicional para ser machista y retrógrada, pero suficientemente moderna para estar al quite de la actualidad y comer el coco a jóvenes capillitas con aires de teólogos pero que, en el fondo de su ser, no saben por qué creen. Postureo, lo llaman. Todo tan español y tan tradicional.

A lo que estamos. Pasaban las tres de la madrugada cuando decenas de garrulos se abalanzaron sobre lo que llaman la Virgen del Rocío, con el objetivo de darla un paseíto por el pueblo, para que tomara un poco el aire, que un año bajo techo le pesa a cualquiera. Saltaron la valla de la manera más incivilizada que se les ocurrió: pegando patadas, puñetazos y codazos a diestro y siniestro, pasara quien pasara. El fin justifica los medios, y todo eso. Y la ilicitud de los medios no importa si el fin es alcanzar esa figurita de cera más bien pequeña para representar a una persona -¿o ya ni eso?-, a la Mujer del Espacio, que no sabemos si existe, pero se aparece de vez en cuando en plan mística, haciéndose la interesante. Cómo le gusta que la veneren. Cuando llegaron a tocarla, incluyendo varios niños a los que sus inconscientes de sus padres auparon y enviaron al infinito y más allá sobre decenas de cabezas y brazos desconocidos, la sacaron en procesión por el pueblo, como siempre tomando las calles, con las consecuentes molestias que ello ocasiona. Abundaron los lloros y sollozos, teóricamente de emoción, aunque no sería raro que tan penosa imagen hiciera llorar por desesperación a cualquiera que precie su capacidad racional. Claro que la razón y la religión están tan desunidas que difícilmente hubiera alguien cabal en tan estrambótica representación.

El debate tiene un aspecto más formal que ese, el que gira en torno al monoteísmo o su contrario, el politeísmo. Corrientes eclesiásticas aseguran que se basan y deben basarse en Dios, aunque, paradójicamente, tampoco es ésta gran solución, porque no es posible creer en un único e inigualable ente si es Trino, es decir, Padre, Hijo y Espíritu Santo al mismo tiempo. No puede representar un ser místico de pura invención a un adulto, un niño y una paloma simultáneamente. La sola idea es surrealista. Y una religión no se puede considerar monoteísta si adora tanto a Jesús (el loco de turno que dijo ser hijo de Dios), a las ochenta mil vírgenes que hay por el mundo, a los evangelistas (pero sólo a los cuatro escogidos a dedo, al resto que les den), a los Santos y un largo etcétera. La industria de los alucinógenos debe de estar contenta con las espontáneas apariciones de vírgenes y santos. Las creencias en las que se basa la Iglesia, en definitiva, incluyendo los pilares más básicos, están en suelo arcilloso y se desmoronan con un simple soplo de viento.

El caso es que, monoteísmo y politeísmo aparte, los locos de turno que se echaron sobre la esfinge deificada no son más que la viva imagen de España. La calidad y la precisión de la metáfora llama poderosamente la atención. Los dioses, o lo que se parece a ellos, es decir, los políticos que apoderamos con nuestro voto, protegidos por vallas y alejados de la ciudadanía a la que dicen representar y rodeados de lujos pagados por sus votantes; y ante los políticos el pueblo, o los feligreses en este caso, un populacho loco, irracional, maleducado. En España se perdieron las formas hace tiempo y así nos va. La televisión nos mete basura en la cabeza para rellenarla y sustituir así a lo que debería preocuparnos -culturizarnos, por ejemplo-. Maltratamos el lenguaje como si de un simple utensilio se tratara, olvidando su pasado, su presente y nuestra obligación de asegurarle un futuro. Y, con la globalización, lo prostituimos llenándolo de anglicismos innecesarios que tienen equivalentes en castellano cuyo uso es tachado de pedante y recalcitrante. Cometemos errores aún subsanables que nadie se preocupa de arreglar, pero no pasa nada. A fin de cuentas, siempre podemos ir a misa el domingo y pedir perdón a Dios por todos nuestros horribles pecados, disculparnos por hacer lo inevitable -confundirnos o fallar- y fustigarnos sin motivo aparente. En cuarenta y cinco minutos, asunto arreglado. El opio del pueblo, dijo Karl Marx. Pero al pueblo le da igual.

martes, 2 de junio de 2015

Patriotismo servil

La pitada al himno nacional en los prolegómenos más próximos de la final de la Copa de S.M. el Rey ha dado mucho que hablar. En el momento se pronunció todo el que quiso mediante las redes sociales, con opiniones, como es lógico, de lo más variopintas: desde quienes están de acuerdo con los pitos y los consideran con sustento ideológico hasta quienes lo ven como una falta de respeto a los símbolos nacionales, un ultraje a lo que representa España, cosa que no es tontería porque, en un país de chiste como el nuestro, tercermundista al nivel de Zambia, esas "faltas de respeto" son anticonstitucionales, ya sean contra el Rey, contra el Estado o contra todo lo que represente a ambos. Esa pitada ha reavivado el espíritu prohibicionista de la derecha española, siempre totalitaria e intolerante. Desde que Franco, de ideología indudablemente derechista, se apropiara del patriotismo español, éste ha quedado a merced de las vicisitudes del sector reaccionario del pensamiento político. Se trata, además, de un patriotismo que en nada se distingue del nacionalismo exacerbado de aquellos que pitaron el himno en símbolo de protesta, muy lícitamente y respaldados por la libertad de expresión que propugna la Declaración de los Derechos Humanos. A fin de cuentas, es lo mismo venerar, exaltar y lisonjear las virtudes de Cataluña que hacer lo propio con las españolas o las vascas. La única diferencia es el carácter disgregador del nacionalismo vasco-catalán, pero al mismo tiempo es lógica: España no podría ser independentista porque ya es independiente. El sinsentido sería mayúsculo.

Ante esa fuerte y sonora protesta a un símbolo nacional, como puede ser ese himno sin letra que penosamente tararean o silban quienes sí lo profesan, la libertad de expresión, esa palabra con la que se nos llena la boca cada vez que se cometen injusticias con, por ejemplo, periodistas (Charlie Hebdo), desparece del panorama. Las faltas de respeto se convierten o se quieren convertir en punibles por ley. Quien defiende semejante atrocidad más propia del siglo XVIII que del nuestro olvida que expresarnos libremente es un derecho elemental independiente de aquello que expresemos; si yo, desde aquí, dijera que estos personajes son gilipollas y unos verdaderos imbéciles, les estaría faltando al respeto, qué duda cabe, pero no por ello podrían llevarme a juicio y meterme en la cárcel. Y si irrespetuosamente afirmo -como ya lo he hecho muchas veces- que España es una mierda de país sin solución y que una ardilla podría recorrerla de gilipollas en gilipollas -esto es cosecha revertiana-, quizás les moleste, pero tendrán que indignarse, pensar para sus adentros que gilipollas será quien firma -servidor- y seguirán cenando, durmiendo y levantándose igual que antes. Porque en eso se basa el Estado de Derecho, y si no gusta, la frontera con Francia está relativamente cerca, pero no seré yo quien tenga que emigrar por pedir derechos.

El patriotismo español reinante en la actualidad es muy cuestionable por estar basado en ideas de las que difícilmente se puede sentir orgullo. Es evidente la influencia directa de la sociedad americana, empeñada en esa arrogancia nacionalista servil con los poderes establecidos que adiestran a la descendencia para alargar una generación más la farsa que representa ese país. Estar orgulloso de España es como estar orgulloso del pijama que te has comprado o del café que te han servido esta mañana: un sinsentido. No tiene lógica alguna demostrar altanería por un país de pandereta que hace las veces de circo del que toda Europa se ríe desde el siglo XVII, por una tierra de vagos pasivos que se conforman ante lo que ven por mucho que no les guste, por una generación de jóvenes que pasa más tiempo peinándose el tupé que leyendo libros. Si por algo se puede ser altivo en España es por el Siglo de Oro de la Literatura, el brillante Quijote de Cervantes, Lope de Vega, Tirso de Molina, la Generación del 98, que alumbraba el camino de una manera comprensiblemente pesimista, rodeada de gente superflua y enamorada de las banalidades, etc. Resulta lamentable leer "arribas" y "vivas" de ignorantes que no conocen la historia de su propio país, que no la han estudiado porque no les ha interesado, y que por tanto promulgan estos gritos siguiendo la estela de la ideología que sus padres les han inculcado. Que nadie afirme enorgullecerse de ser español si ignora que la primera parte del Quijote se publicó en 1605, porque la cultura es lo máximo a lo que podemos aspirar, y en España, gracias a la amplia y rica lengua que manejamos, tan rica que nadie nunca la dominará al cien por cien, gozamos de ella. Sólo hay que ponerle interés.