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sábado, 2 de mayo de 2015

Ver y oír y sentir y vivir

Tengo por costumbre ir a San Mamés a ver fútbol. Por proximidad y tradición, soy hincha del Athletic, asiduo a su estadio y suelo, además, ver sus partidos como visitante a través de la televisión. Lo cierto es que lo ponen fácil con precios competitivos. Hace unos días, en el famosísimo derbi vasco contra la Real Sociedad, ambos clubes decidieron homenajear a los integrantes de la plantilla sub-18 de la Selección de Euskadi, para premiarles así por haberse proclamado campeones de España ganando a Madrid. En el homenaje, que tuvo lugar justo antes de empezar el partido, los jóvenes jugadores se acercaron hasta el centro del campo presentando el trofeo ganado, en dos filas indias, una al lado de la otra, hasta colocarse en un semicírculo sobre la línea del círculo central. Para mi sorpresa, la gran mayoría recorrió estos veinte o treinta metros móvil en mano, apuntando a las gradas, con -supongo- la función de vídeo activada. Dieron más importancia a la presencia en las hemerotecas del instante que al instante en sí, a verlo y oírlo y sentirlo y vivirlo.

La tecnología nos come en nuestra vida cotidiana desde bien pequeños. Entrenando a un grupo de alevines, es decir, de niños de diez u once años, se me ocurrió, a modo de "experimento", preguntar cuántos de ellos tenían un teléfono propio de última generación. De los trece, ocho tenían móvil, desde iPhone hasta Samsung Galaxy, pasando por HTC o Sony Xperia. Fue entonces cuando me di cuenta de que el problema de fondo no está en los niños. Ellos han nacido en la era de la tecnología, han sido educados en ella y no son capaces de verle un lado negativo, porque nadie se lo ha mostrado. Son los adultos, los padres de estos niños, los que les permiten el acceso indiscriminado a Internet a través de diminutas pantallas táctiles y los que, peor aún, dan horrible ejemplo utilizando tablets, portátiles y móviles en los peores momentos, desatendiendo la situación y a sus propios familiares, hijos o amigos.

Lo más preocupante es que los miles de millones de datos que generamos diariamente acabarán perdidos e inaccesibles. Los motivos: el deterioro de los equipos que los almacenan, la obsolescencia programada o las leyes del famoso 'copyright'. Hemos generado tanta información en las pocas décadas que llevamos de tecnología punta que, si llenáramos con ella millones de iPads, apilados, alcanzarían la Luna. La cantidad de datos crece exponencialmente, hasta duplicarse cada dos años. De aquí a 2020, habremos generado tanta información que, siguiendo el ejemplo anterior, esas tabletas de Apple rebosantes de datos habrán recorrido tres veces la distancia que nos separa del satélite. Y, como digo, nuestra era oscura de la información, algo así como la Edad Media a pequeña escala, perderá todo próximamente, sin dejar rastro físico de su paso por la Historia. Los disquetes, en los que tanta información se almacenó en los años 80, son un buen ejemplo: quien no los ha perdido, no puede acceder a ellos porque los sistemas de lectura han desaparecido o son ya excesivamente viejos. Y como el avance es constante, aunque pensemos que en un CD o un pen-drive los datos están seguros, no es así. Sin ir más lejos, ninguna tableta dispone de lectores para este hardware, de modo que la desaparición de los ordenadores tal y como los conocemos conllevaría la pérdida de información generada desde hace 15 años hasta hoy.

La tecnología es, además, un instrumento político con fines muy ilícitos. Genera necesidades paradójicamente innecesarias para asegurar que la ciudadanía, ensimismada en ella, se sienta libre por tenerla y olvide el recorte de sus derechos más elementales. Focaliza la ira y permite a las personas expresarla lanzando mensajes al mundo. Capta nuestra atención y la retira de lo más básico, aquello para lo que estamos aquí: ver y oír y sentir y vivir.

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