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sábado, 23 de mayo de 2015

Sembrar una patata

En España nos gusta mucho descuidar nuestra Historia, tanto la gloriosa como la patética, así que os refrescaré la oxidada memoria. El último Austria fue Carlos II, al que llamaban El Hechicero porque, con esto de follar entre padres, hijos, primos y hermanos, les acabó saliendo el tiro por la culata y Mariana de Austria parió en 1661 a un pánfilo con problemas físicos que no pocas veces le obligaron a parar la locura de su reinado. También tuvo los problemas mentales característicos de cualquier Rey de España de la época: la ignorancia, la tontuna y la memez digna de un don nadie al que tan sólo el prestigioso apellido, las estiradas hombreras y la empolvada peluca sostenían. Fruto de su pésima gestión se frenó el desarrollo urbano del Madrid de los Austrias que tanto admiramos hoy. A su muerte, se lió parda. Los franceses reclamaban el trono borbónico -así lo había estipulado el monarca en su testamento, pero como ya estaba muerto a todo el mundo se la traía al fresco-, y la casa de los Habsburgo, lógicamente, reclamaba lo que hasta entonces le había pertenecido y nadie debía cambiar. Pero cambió, y vaya que si cambió, porque Felipe V, Borbón de pura cepa -era nieto del Rey francés Luis XIV- llegó al poder y se consolidó tiempo después, al término de la Guerra de Sucesión, con el Tratado de Utrecht de 1713, ese por el cual Gibraltar pasó a tomar té por las tardes entre zarzuela y zarzuela. Con la estabilización en el trono de Felipe V llegaron los problemas: se empezó a acusar la lamentable gestión del tonto de su predecesor, que había provocado, por ejemplo, un hacinamiento en las ciudades que nadie desde la Casa Real trató de frenar o equilibrar. En determinadas ciudades escasearon los alimentos por el descenso de productores y el mantenimiento del número de consumidores. Fue un proceso parecido al de la Edad Media, en los siglos XII y XIII especialmente, cuando lo que actualmente es España vivió un hacinamiento progresivo. Entonces, al crecimiento de las ciudades acompañó el surgimiento paulatino de una nueva clase social, la burguesía, la organización en gremios y el desarrollo artesanal en detrimento del agrario. Años más tarde, éste sería el origen de la industria, que tendría como polos de desarrollo esas ciudades, cuyo auge económico -se entendía- conllevaría un crecimiento análogo en los territorios circundantes. En aquellos años, la acumulación de urbanitas era más puñetera que en la actualidad, porque de plagas, enfermedades, muerte y destrucción iba la cosa.

La actualidad es un hacinamiento lleno de matices. En primer lugar, porque los peligros inherentes a hacinamientos occidentales son a largo plazo, en materias como el mantenimiento responsable del planeta o el bienestar de los animalicos, que a menudo nos preocupan más que las personas. Pero este fenómeno tiene consecuencias desastrosas en otros lugares del mundo, quizá demasiado remotos para nuestra cómoda estabilidad. En la India, como todos sabemos, las chabolas o "slums" (tal es el término que las define en inglés) están infestadas de pobres sin pan que llevarse a la boca, agua con la que mojar los labios, ropa con la que tapar algo más que la entrepierna. Las condiciones de vida en gran parte de Asia -esa que aparece en las etiquetas de las grandes marcas de ropa- son tercermundistas y, lo que es peor, más propias de la Edad Media que de nuestra era contemporánea, avanzada, progresista y en vertiginoso crecimiento. Y en segundo lugar, porque hacinar equivale a juntar en un espacio muy pequeño, o al menos menor del que sería necesario, frecuentemente insalubre. Y sin embargo, lo que vemos en nuestro moderno siglo XXI es una migración a las capitales que desemboca en el desarrollo de las urbes, a menudo incontrolado y medioambientalmente dañino, aunque esto, como digo, tiene menor importancia.

En cualquier caso, y ciñéndonos a España, más allá de que el hacinamiento constante que vivimos no represente ningún problema grave para la salud como hiciera en el medievo, sigue generándonos pegas irresolubles. El principal problema se encuentra en el alimento de origen campero, el que -dice la teoría- debería ser el más sano. Fruto de las constantes migraciones a núcleos poblacionales, hay menos campesinos plantando espárragos, y de ello se aprovechan las grandes multinacionales para sacar tajada, una vez más, de una situación que no debería depender de oportunas disquisiciones de propietarios privados a escala mundial. Acabamos consumiendo comida más agradable a la vista, al olfato o incluso al gusto, pero infestada de productos químicos gracias a los cuales ha adquirido esas virtudes y que, por otro lado, sientan peor a nuestro estómago y a nuestro organismo en general (los transgénicos, meras manipulaciones de la naturaleza que podríamos considerar producto directo de la actitud chulesca del humano, que le reafirma en su supremacía). Así, los plátanos son más amarillos y los tomates más rojos. En este aspecto, como en tantos otros, volvemos a ser un rebaño que sigue las directrices de sus pastores y que carece de suficiente razón crítica y sentido común para tomar sus propias decisiones. Nos dejamos llevar por esos pastores que, vendiéndonos parusía propagandística, nos llevan a las ciudades a cumplir ese gran sueño que es trabajar catorce horas al día en una oficina moderna con sofás y futbolines, despreciando la hierba, los árboles, el verde de los bosques y el azul de los mares. Nos centramos, en definitiva, en encender el ordenador y olvidamos lo más importante: pescar una merluza o sembrar una patata. Ya es hora de despertar, coger aire, dejar la ciudad y volver al campo.

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