La actualidad es un hacinamiento lleno de matices. En primer
lugar, porque los peligros inherentes a hacinamientos occidentales son a largo
plazo, en materias como el mantenimiento responsable del planeta o el bienestar
de los animalicos, que a menudo nos preocupan más que las personas. Pero este
fenómeno tiene consecuencias desastrosas en otros lugares del mundo, quizá
demasiado remotos para nuestra cómoda estabilidad. En la India, como todos
sabemos, las chabolas o "slums" (tal es el término que las define en
inglés) están infestadas de pobres sin pan que llevarse a la boca, agua con la
que mojar los labios, ropa con la que tapar algo más que la entrepierna. Las
condiciones de vida en gran parte de Asia -esa que aparece en las etiquetas de
las grandes marcas de ropa- son tercermundistas y, lo que es peor, más propias
de la Edad Media que de nuestra era contemporánea, avanzada, progresista y en vertiginoso
crecimiento. Y en segundo lugar, porque hacinar equivale a juntar en un espacio
muy pequeño, o al menos menor del que sería necesario, frecuentemente
insalubre. Y sin embargo, lo que vemos en nuestro moderno siglo XXI es una migración
a las capitales que desemboca en el desarrollo de las urbes, a menudo
incontrolado y medioambientalmente dañino, aunque esto, como digo, tiene menor
importancia.
En cualquier caso, y ciñéndonos a España, más allá de que el
hacinamiento constante que vivimos no represente ningún problema grave para la
salud como hiciera en el medievo, sigue generándonos pegas irresolubles. El
principal problema se encuentra en el alimento de origen campero, el que -dice
la teoría- debería ser el más sano. Fruto de las constantes migraciones a
núcleos poblacionales, hay menos campesinos plantando espárragos, y de ello se
aprovechan las grandes multinacionales para sacar tajada, una vez más, de una
situación que no debería depender de oportunas disquisiciones de propietarios
privados a escala mundial. Acabamos consumiendo comida más agradable a la
vista, al olfato o incluso al gusto, pero infestada de productos químicos
gracias a los cuales ha adquirido esas virtudes y que, por otro lado, sientan
peor a nuestro estómago y a nuestro organismo en general (los transgénicos,
meras manipulaciones de la naturaleza que podríamos considerar producto directo
de la actitud chulesca del humano, que le reafirma en su supremacía). Así, los
plátanos son más amarillos y los tomates más rojos. En este aspecto, como en
tantos otros, volvemos a ser un rebaño que sigue las directrices de sus
pastores y que carece de suficiente razón crítica y sentido común para tomar
sus propias decisiones. Nos dejamos llevar por esos pastores que, vendiéndonos
parusía propagandística, nos llevan a las ciudades a cumplir ese gran sueño que
es trabajar catorce horas al día en una oficina moderna con sofás y futbolines,
despreciando la hierba, los árboles, el verde de los bosques y el azul de los
mares. Nos centramos, en definitiva, en encender el ordenador y olvidamos lo
más importante: pescar una merluza o sembrar una patata. Ya es hora de despertar,
coger aire, dejar la ciudad y volver al campo.
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