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viernes, 10 de abril de 2015

Revolución e Ilustración (II)

Mediante la revolución no conseguiremos el cambio que ansiamos porque así ha sido históricamente. Remontándonos a nuestro pasado, como hicimos en la primera entrega, hemos contemplado el estrepitoso fracaso de toda rebelión armada; desde la indiscriminadamente violenta y asesina Revolución Francesa, que tanto daño hizo al progreso intelectual, hasta la Revolución Rusa, pasando por otras tantas, decenas si no cientos. Si los objetivos de cualquier revuelta han sido a largo plazo y de teórico beneficio para las mayorías, sus resultados siempre han defraudado, siendo visibles a corto plazo -probablemente porque las sociedades son tan cambiantes que cualquier proyecto demasiado amplio es utópico a cincuenta años vista- y con efectos alejados de los propuestos.

Como el cambio desde abajo es un camino de arduo recorrido que desemboca en el precipicio de la intrascendencia histórica y sobre el que se abalanza la amenaza del retorno a la posición de la que se parte, solo hay otra solución posible: una transformación que parta de las cotas más altas, más prestigiosas y más apoderadas, de ese sector de la sociedad tan desgastado en nuestro siglo y condenado a ser criticado por tener sus acciones una repercusión tan inabarcable. Irvine Welsh refleja el desgaste de la clase política en su novela Trainspotting: "Aquí no hay votos para el gobierno, así que ¿para qué te vas a molestar en hacerlo? (...) ¿Qué tiene que ver la moral con la política? Tiene que ver solo con la pasta". La renovación en forma de recambio de los que mandan sin saber, la transformación de lo que la política significa hoy es el único camino para alcanzar una sociedad más colaborativa, que sea el culmen de la ayuda mutua entre personas y se aleje de los valores que el capitalismo y los acérrimos a él han implantado con la ayuda de medios de comunicación y religiones, esos valores que anteponen destacar pisando a otros sobre hacerlo compenetrándose con otros. Y para que la política inmoral deje de serlo necesita en ella gente capaz de discernir lo bueno de lo malo, que no acuda llamada por la fama que otorga a quienes están arriba y que no finja altruismo ni persiga riquezas excesivas que no hacen sino corromper a quien las tiene y jamás querrá soltarlas. Lo que necesitamos, en definitiva, son políticos que no sean políticos, que sean poetas, como Luis García Montero, que sean actores, como Toni Cantó, que sean filósofos, como Fernando Savater, que sean pintores, cineastas, escritores, académicos... Que hayan perseguido en su vida el desarrollo intelectual y un nivel cultural óptimo. "Un grupo animado de confianza, de generoso ardor, con fe en el progreso y la educación, convencido de que para hacer a los pueblos felices es preciso ilustrarlos", como los define Arturo Pérez-Reverte en Hombres buenos. Esos hombres buenos a los que parece hacer referencia el título de la novela serán los encargados, como explicaremos en el próximo número, de culturizar a las masas y de tomar con soltura y responsabilidad las decisiones más influyentes.

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