Juzgamos que el sistema actual, el capitalista, el que debemos
a algunos economistas muy clasistas y a un país que ha apostado por él como
EEUU, nos lleva por la calle de la amargura: genera riqueza de unos mediante la
pobreza de otros y no se interesa por los empobrecidos precisamente por serlo.
Sin embargo, afirmamos esta precisa verdad apelando a un cambio, a una
revolución como la que Marx propuso o como la que, antes de eso, tuvo lugar en
Francia, allá por 1789. Esta revolución no trajo sino un caos a nivel europeo que
cristalizaría en el Imperio Napoleónico y que se daría por fracasada tras el
Congreso de Viena de 1814-15, como otras tantas revueltas han fracasado históricamente:
desde la comuna de París, que se saldó con 30.000 muertos y se sostuvo poco más
de sesenta días, hasta la de todos conocida Revolución Rusa de 1917, que
asesinó sin necesidad al zar Nicolás II y consiguió un régimen dictatorial en manos
de Stalin menos pobre pero infinitamente más restrictivo que el que le
precedió. Con todo, nos resignamos a quitarnos la venda y abrir los ojos para
observar, al fin, que las revoluciones violentas son, en palabras de Kant,
"el cambio de unos valores para instaurar otros", una mera limpieza
de escaparate que mantiene el mismo problema de fondo, una transmutación de lo más superficial incapaz de cambiar el sustento de los problemas, y que no consiguen sino
un levísimo progreso en favor de la mayoría, progreso que parece haber desaparecido con
el capitalismo más extremo.
La revolución no es el camino. La única posibilidad de
progreso, de ese progreso que necesitamos intrínsecamente como seres humanos
que somos, está en el desarrollo cultural del pueblo como conjunto, como
mayoría, que se ha convertido en indudablemente inculto. Cuando más de la mitad
de los españoles que no lee o dice leer ocasionalmente admite hacerlo por falta
de interés y no por falta de tiempo, ese conjunto de incultos sin interés sobre
los que recientemente escribí en este mismo blog en artículo bajo ese preciso
mismo nombre, demuestra que, como afirma Javier Marías, "está en el mundo
que le ha tocado en suerte como un animal sin intentar comprender nada de
nada".
Desechada la revolución, necesitamos encontrar otras vías.
Cuando uno se remonta al siglo XVIII, al siglo de los ilustrados como Kant o
Rousseau, encuentra apuntes interesantes en el despotismo ilustrado de, por
ejemplo, Federico II el Grande, rey de Prusia entre 1740 y 1786. Él,
desconocido para la mayoría, de padre absolutista y nada sospechoso de
progresista, aprendió música y filosofía, creó una Academia del pensamiento -de
ella formaron parte ilustres como Voltaire- y permitió una libertad de
expresión nunca vista hasta entonces. Quizá convenga imitar prácticas de este
siglo, como la divulgación de la cultura y el intento de culturizar al pueblo,
y rechazar otras erróneas, como el absolutismo que desencadenaría una
revolución de la que ya hemos hablado. Transformar el "todo para el pueblo
pero sin el pueblo" en "todo para el pueblo y con el pueblo".
Tan costoso proceso de culturización merece sin lugar a duda una siguiente entrega.
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