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jueves, 9 de abril de 2015

Revolución e Ilustración (I)

Cuando el filósofo y economista Karl Marx denunciaba la situación en que el proletariado era explotado por la burguesía, cuando hablaba de antagonismo entre dos clases, poseedores y desposeídos, y cuando propugnaba un cambio inevitable que destruiría el capitalismo, el alemán mencionó siempre la existencia de una revolución como punto de partida de la transformación del sistema en otro con distintos valores y una repartición más equitativa de la riqueza. Esta revolución que, según juzgó erróneamente Marx, se daría en un país industrializado (puesto que en uno que no lo está no existe el proletariado), sería indispensablemente violenta, y tendría como figura principal a la avanzadilla del proletariado, los comunistas, algo así como la voz cantante de los tontos incapaces de ver el sometimiento que aceptaban abducidos por el capital y su poder. La pequeña aristocracia presente en las ideas marxistas más básicas se desmonta por sí sola.

Juzgamos que el sistema actual, el capitalista, el que debemos a algunos economistas muy clasistas y a un país que ha apostado por él como EEUU, nos lleva por la calle de la amargura: genera riqueza de unos mediante la pobreza de otros y no se interesa por los empobrecidos precisamente por serlo. Sin embargo, afirmamos esta precisa verdad apelando a un cambio, a una revolución como la que Marx propuso o como la que, antes de eso, tuvo lugar en Francia, allá por 1789. Esta revolución no trajo sino un caos a nivel europeo que cristalizaría en el Imperio Napoleónico y que se daría por fracasada tras el Congreso de Viena de 1814-15, como otras tantas revueltas han fracasado históricamente: desde la comuna de París, que se saldó con 30.000 muertos y se sostuvo poco más de sesenta días, hasta la de todos conocida Revolución Rusa de 1917, que asesinó sin necesidad al zar Nicolás II y consiguió un régimen dictatorial en manos de Stalin menos pobre pero infinitamente más restrictivo que el que le precedió. Con todo, nos resignamos a quitarnos la venda y abrir los ojos para observar, al fin, que las revoluciones violentas son, en palabras de Kant, "el cambio de unos valores para instaurar otros", una mera limpieza de escaparate que mantiene el mismo problema de fondo, una transmutación de lo más superficial incapaz de cambiar el sustento de los problemas, y que no consiguen sino un levísimo progreso en favor de la mayoría, progreso que parece haber desaparecido con el capitalismo más extremo.

La revolución no es el camino. La única posibilidad de progreso, de ese progreso que necesitamos intrínsecamente como seres humanos que somos, está en el desarrollo cultural del pueblo como conjunto, como mayoría, que se ha convertido en indudablemente inculto. Cuando más de la mitad de los españoles que no lee o dice leer ocasionalmente admite hacerlo por falta de interés y no por falta de tiempo, ese conjunto de incultos sin interés sobre los que recientemente escribí en este mismo blog en artículo bajo ese preciso mismo nombre, demuestra que, como afirma Javier Marías, "está en el mundo que le ha tocado en suerte como un animal sin intentar comprender nada de nada".

Desechada la revolución, necesitamos encontrar otras vías. Cuando uno se remonta al siglo XVIII, al siglo de los ilustrados como Kant o Rousseau, encuentra apuntes interesantes en el despotismo ilustrado de, por ejemplo, Federico II el Grande, rey de Prusia entre 1740 y 1786. Él, desconocido para la mayoría, de padre absolutista y nada sospechoso de progresista, aprendió música y filosofía, creó una Academia del pensamiento -de ella formaron parte ilustres como Voltaire- y permitió una libertad de expresión nunca vista hasta entonces. Quizá convenga imitar prácticas de este siglo, como la divulgación de la cultura y el intento de culturizar al pueblo, y rechazar otras erróneas, como el absolutismo que desencadenaría una revolución de la que ya hemos hablado. Transformar el "todo para el pueblo pero sin el pueblo" en "todo para el pueblo y con el pueblo". Tan costoso proceso de culturización merece sin lugar a duda una siguiente entrega.

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