Blog de opinión sobre actualidad social y política.

domingo, 26 de abril de 2015

El café de tus sueños

Resulta que en mi casa tenemos una máquina de lo más cómodo para hacer café casi al instante. Cumple los requisitos indispensables para ponerse de moda en nuestro siglo XXI: es fácil -sólo tiene tres botones, contando el de encendido y apagado- y rápida, que al fin y al cabo es lo que necesitamos cuando vamos con prisa, o sea, siempre. Quien más quien menos, todos sabemos qué es Nespresso.

Este mes les ha dado por sacar una colección de capsulitas súper trendy, de esas de caerte de culo al apreciar "la audaz intensidad 8", "el fuerte carácter" -tendrá mala hostia- y el "regusto agradable y refinado" del nuevo Grand Cru Monsoon Malabar Limited Edition. Sí señor, es un Grand Cru Monsoon Malabar Limited Edition con todas las letras, legendario, como dicen ellos. Pero claro, no basta con ponerlo en las tiendas modernitas de pijoteo de ricachón, en plan vente, cómpralo y ya de paso te tomas un solo con sacarina en nuestra salita con tu nuevo iPad, no; te mandan a casa una cartita, en un sobre very cool en tonos granates con un barquito pintado y con trato casi individualizado en la letra que, a buen seguro, Eduard Cansado nos escribe pensando en cada uno de nosotros, como en todo pequeño comercio.  En la carta, de papel blanco (qué poco innovador), te presentan el café de tus sueños para pasar, párrafo aparte, a colártelo como puedan, vendiéndote las ofertas que se les ocurren y poniéndolas en negrita por si no te habías dado cuenta.  El contraste demuestra que la finura es pura fachada.

Eso no es todo. Acompaña a la carta y al sobre un cuadernillo con más fotos de barcos y mar -resulta que es lo que caracteriza al café-. Y yo ahora voy y me creo que el sabor es especial porque lo han paseado por la bahía de Bengala durante tres meses, para pasar el rato, porque sí. Solo así han conseguido un sabor "susurrado por el viento" y unos "granos hinchados y envejecidos" con un "singular aroma" y una "suave textura". De hecho, no ha sido así, y hasta lo admiten. Así que, qué majos ellos, te cuentan que someten al café a vientos monzónicos (la palabra no existe; son unos adelantados a su tiempo) tropicales en almacenes bien ventilados situados cerca del mar, en la costa de Malabar, durante 2 o 3 meses. Dejando de lado que eso de "bien ventilados" y "cerca del mar" son dos cosas muy subjetivas, también llama la atención lo siguiente: "Nespresso supervisa todas las etapas de este proceso con un cuidado meticuloso para ofrecerle el café en la máxima calidad posible", o lo que es lo mismo, los niños indios de 10 años, entre chabola y chabola, no duermen para que tú te tomes tu café en la playita tomando el sol o en tu sofá viendo el Sálvame. Y tan tranquilo.

Nespresso representa, por su cualidad de engañabobos compaginada con una sutil campaña de mero consumismo, al neo-postureo, al comprar por comprar o simplemente para que me vean entrar y salir de la tienda y pasearme por la ciudad con mi bolsita. Ese ansia consumidora más ladrona, porque arrebata a la ciudades su personalidad y las convierte en lugares siniestros con edificios altos y tiendas repetidas. Ellos y otras tantas cadenas de comida, bebida o ropa nos roban la tienda de la esquina, el bar de Paco y el todo a cien de Pepi. Nos convierten en robots conformistas, simples y sencillos, y especialmente breves, que no molestan, llegan y en un tiempo, cuando se estropean, se van. Robots que se alegran por tomar el mismo café en Berlín, Madrid, París o Londres, que olvidan por el camino la idiosincrasia que debe caracterizar a cada ciudad. Apena, sin duda, que nos conviertan en seres más insignificantes todavía de lo que ya somos. En máquinas, al fin y al cabo.

miércoles, 22 de abril de 2015

Revolución e Ilustración (III)

Hemos puesto en el poder a personas que en ningún caso se habían formado para ello. Nuestro presidente y su séquito de ministros son artistas, pensadores, matemáticos o físicos. Idealmente, claro está; si realmente lleváramos a la práctica semejante transformación, seguiría habiendo abogados o ingenieros, cuya presencia es el menor de nuestros problemas. En la puerta del Congreso de los Diputados nuestros apoderados discuten sobre temas de su gusto: realismo en la pintura de Courbet o impresionismo de Monet entre los pintores, empirismo lockeano o racionalismo cartesiano entre los filósofos y darwinismo o creacionismo entre los científicos -siempre los habrá sin sentido común, lamentablemente-. No habremos conseguido nada si la renovación no es total: las decenas o cientos de asesores de los predecesores deberán marchar o ser forzados a salir. El sistema es amplio y quienes entran en él fácilmente manipulables. Es aquí donde entran en juego las listas abiertas, gracias a las cuales un pueblo español medianamente listo sacará del juego político a los que han robado, estafado o engañado indiscriminadamente.

Con la renovación que hemos llevado a cabo han desaparecido los oportunistas que hacen política sin vocación, para sobrevivir, pero no hemos hecho más que empezar. Planteado que el objetivo de cada persona es la felicidad, por extensión, el de una sociedad es permitir que todos sus miembros tengan la posibilidad de ser felices. Para ser feliz, una persona necesita saber; la curiosidad es la mejor prueba a la que puedo remitir: satisfacer la curiosidad es, valga la redundancia, una satisfacción. Para ilustrar al pueblo hay varios pasos sencillos: partiendo de la supresión del IVA cultural, detalle importante, es preciso analizar y modificar la totalidad del sistema educativo. Las asignaturas que "distraen", como las califica el actual ministro de Educación y Cultura, de cuyo nombre no quiero acordarme, es decir, filosofía, arte y todas aquellas que fomentan la creatividad y el libre pensamiento tendrán un papel esencial, premiándose en ellas la capacidad de innovar. En los temarios más arduos pero especialmente imprescindibles se fomentará interpretar la información y no aprenderla de memoria para recitarla como si a loros educáramos. Se formará, en definitiva, a personas, por encima de simples profesionales. Los pormenores de este sistema no nos atañen en este preciso instante. Es tan complejo elaborarlo que se extendería a lo largo de un ensayo -hay muchos publicados al respecto, como Emilio, o de la educación de Rousseau.

El cambio desde arriba es utópico con el sistema actual. La principal barrera está precisamente en lo que queremos destruir: la ignorancia del pueblo. La falta de independencia de pensamiento, la minoría de edad de la que Kant tanto habló, la heteronimia que transforma a las personas en máquinas las hace pusilánimes, débiles, temerosas y por tanto conservadoras. El miedo de la sociedad al cambio, al progreso, a un futuro no fijo; al contrario, móvil y desconocido es producto de la manipulación. Aunque avanzar hacia algo borroso en un principio puede parecer atrevido y arriesgado, no lo es si se trata de progreso, porque nunca puede ser una barrera, no puede hacer daño, será positivo siempre que implique conocimiento. Son quienes llevan el timón los que mienten al pueblo para que, asustado por las luces, el conocimiento y el avance intelectual los rechace y mantenga en la cabina de mando a los que llegaron para no irse. Tan solo el intelecto de los más preparados como personas, y no como simples profesionales, por buenos que sean, podrá guiarnos para salir del agujero negro en el que nos encontramos, el agujero de la ignorancia de la mayoría para el enriquecimiento de la minoría, eso que algunos llaman capitalismo y que, cuando la gran parte de la población sea en su medida sabia, colapsará. Con tal proceso de Ilustración habremos alcanzado el fin que la Revolución propone, pero habremos evitado en el camino miles de muertes. Atreverse a impulsar el cambio pacífico a través de la cultura y la concienciación del pueblo es improbable; no imposible.

lunes, 13 de abril de 2015

La tragedia

Cuando contemplamos, horrorizados  e inevitablemente afectados, las catástrofes de todo tipo, ya sean naturales o artificiales, nos llevamos las manos a la cabeza. Qué duro, qué tristeza y qué tragedia. Porque no estamos preparados, somos débiles y pusilánimes ante cualquier ataque a nuestra inestable tranquilidad interior, aparentemente fuerte pero realmente vulnerable.

Friedrich Nietzsche entendió que el origen de la tragedia estaba en la Grecia presocrática, o al menos así lo expresó en su obra El nacimiento de la tragedia. Siendo su primer libro escrito y publicado ya como catedrático en filología, denunció la plenitud de los valores a los que ésta evocaba para acusar a Sócrates de su fin, entendiendo la obsesión del primer gran pensador por la racionalización de sistemas morales como la desembocadura y posterior pérdida del verdadero período de esplendor de la humanidad. Así, en obras posteriores el alemán afirmaría del cristianismo que es "platonismo para la plebe" y que es su obsesión por la "moral de esclavos", de sometimiento, de humildad y de respeto la que conduce a una sociedad incapaz de reconocer el poder del género trágico y temerosa de él. Podemos concluir, entonces, que es la influencia del cristianismo en la cultura occidental -posteriormente, como el propio Nietzsche denunciaba, exportada al resto del mundo- la que provoca nuestro miedo por lo trágico, por la aceptación de que, nos guste o no, el mundo es tragedia, porque la existencia de la vida implica la existencia de su contrario, la muerte, y así con el Ser e infinitas series de conceptos abstractos.

El diagnóstico es el primer paso, pero no el último. Para saber cómo salir de un agujero de ardua escapatoria debemos rebuscar en el único espectáculo que lleva la tragedia a la vida, que introduce la muerte en nuestra fina sociedad que inocentemente rehúye nuestra inevitable desaparición por simple miedo. Hablo, cómo no, de la tauromaquia, y concretamente de lo más abstracto de su filosofía, de cómo imprime una visión cercana a la muerte y ayuda a quienes nos acercamos a ella a reflexionar sobre la misma. Decía Ramón del Valle-Inclán: "La mayor manifestación del arte es la tragedia. El autor de una tragedia crea un héroe y le dice al público: Tenéis que amarle. ¿Y qué hace para que sea amado? Le rodea de peligros, de amenazas, de presagios... y el público se interesa por el héroe, y cuanto mayor es su desgracia y más cerca está su muerte, más le quiere. Porque el hombre no quiere a su semejante sino cuando lo ve en peligro (...). En los toros la tragedia es real. Allí el torero es autor y actor. Él puede a su antojo crear una tragedia, una comedia o una farsa. Cuanto mayor es el peligro del torero, mayor es la amenaza de tragedia y más grande es la manifestación de arte". Acercarse a los festejos taurinos es quitarse la venda y apreciar con los ojos desnudos un mundo lleno de muerte, simple sigilosa pero al acecho, lista para hincar el diente. Es asumir que, al igual que el torero, cualquier persona puede morir en cualquier momento, en cualquier lugar y bajo cualquier circunstancia. Es aceptar la muerte como el final común que a todos unifica, reconocer en la vida el tópico latino vita flumen que Jorge Manrique nos explicó en sus archiconocidas coplas: Nuestras vidas son los ríos / que van a dar en la mar, / que es el morir; / allí van los señoríos / derechos a se acabar / y consumir; / allí los ríos caudales, / allí los otros medianos / y más chicos, / y llegados, son iguales / los que viven por sus manos / y los ricos.

Permítanme que invite a todos a investigar en lo más profundo de la filosofía taurómaca y a evitar el prejuicio de la muerte de animales. Porque, por encima de una apariencia sádica, cruenta y cerril se esconde una verdad de magnitudes inalcanzables, que merece ser conocida y juzgada; después, cuando dicha verdad asuste, porque no a todos gusta ver la cruda realidad, decidan si quieren seguir acercándose o, por el contrario, prefieren hacer oposición desde una posición de profundo conocimiento del espectáculo. Pero, si no les importa, ahórrense los juicios prematuros sobre el espectáculo más veraz y honesto que jamás alcanzarán a ver.

viernes, 10 de abril de 2015

Revolución e Ilustración (II)

Mediante la revolución no conseguiremos el cambio que ansiamos porque así ha sido históricamente. Remontándonos a nuestro pasado, como hicimos en la primera entrega, hemos contemplado el estrepitoso fracaso de toda rebelión armada; desde la indiscriminadamente violenta y asesina Revolución Francesa, que tanto daño hizo al progreso intelectual, hasta la Revolución Rusa, pasando por otras tantas, decenas si no cientos. Si los objetivos de cualquier revuelta han sido a largo plazo y de teórico beneficio para las mayorías, sus resultados siempre han defraudado, siendo visibles a corto plazo -probablemente porque las sociedades son tan cambiantes que cualquier proyecto demasiado amplio es utópico a cincuenta años vista- y con efectos alejados de los propuestos.

Como el cambio desde abajo es un camino de arduo recorrido que desemboca en el precipicio de la intrascendencia histórica y sobre el que se abalanza la amenaza del retorno a la posición de la que se parte, solo hay otra solución posible: una transformación que parta de las cotas más altas, más prestigiosas y más apoderadas, de ese sector de la sociedad tan desgastado en nuestro siglo y condenado a ser criticado por tener sus acciones una repercusión tan inabarcable. Irvine Welsh refleja el desgaste de la clase política en su novela Trainspotting: "Aquí no hay votos para el gobierno, así que ¿para qué te vas a molestar en hacerlo? (...) ¿Qué tiene que ver la moral con la política? Tiene que ver solo con la pasta". La renovación en forma de recambio de los que mandan sin saber, la transformación de lo que la política significa hoy es el único camino para alcanzar una sociedad más colaborativa, que sea el culmen de la ayuda mutua entre personas y se aleje de los valores que el capitalismo y los acérrimos a él han implantado con la ayuda de medios de comunicación y religiones, esos valores que anteponen destacar pisando a otros sobre hacerlo compenetrándose con otros. Y para que la política inmoral deje de serlo necesita en ella gente capaz de discernir lo bueno de lo malo, que no acuda llamada por la fama que otorga a quienes están arriba y que no finja altruismo ni persiga riquezas excesivas que no hacen sino corromper a quien las tiene y jamás querrá soltarlas. Lo que necesitamos, en definitiva, son políticos que no sean políticos, que sean poetas, como Luis García Montero, que sean actores, como Toni Cantó, que sean filósofos, como Fernando Savater, que sean pintores, cineastas, escritores, académicos... Que hayan perseguido en su vida el desarrollo intelectual y un nivel cultural óptimo. "Un grupo animado de confianza, de generoso ardor, con fe en el progreso y la educación, convencido de que para hacer a los pueblos felices es preciso ilustrarlos", como los define Arturo Pérez-Reverte en Hombres buenos. Esos hombres buenos a los que parece hacer referencia el título de la novela serán los encargados, como explicaremos en el próximo número, de culturizar a las masas y de tomar con soltura y responsabilidad las decisiones más influyentes.

jueves, 9 de abril de 2015

Revolución e Ilustración (I)

Cuando el filósofo y economista Karl Marx denunciaba la situación en que el proletariado era explotado por la burguesía, cuando hablaba de antagonismo entre dos clases, poseedores y desposeídos, y cuando propugnaba un cambio inevitable que destruiría el capitalismo, el alemán mencionó siempre la existencia de una revolución como punto de partida de la transformación del sistema en otro con distintos valores y una repartición más equitativa de la riqueza. Esta revolución que, según juzgó erróneamente Marx, se daría en un país industrializado (puesto que en uno que no lo está no existe el proletariado), sería indispensablemente violenta, y tendría como figura principal a la avanzadilla del proletariado, los comunistas, algo así como la voz cantante de los tontos incapaces de ver el sometimiento que aceptaban abducidos por el capital y su poder. La pequeña aristocracia presente en las ideas marxistas más básicas se desmonta por sí sola.

Juzgamos que el sistema actual, el capitalista, el que debemos a algunos economistas muy clasistas y a un país que ha apostado por él como EEUU, nos lleva por la calle de la amargura: genera riqueza de unos mediante la pobreza de otros y no se interesa por los empobrecidos precisamente por serlo. Sin embargo, afirmamos esta precisa verdad apelando a un cambio, a una revolución como la que Marx propuso o como la que, antes de eso, tuvo lugar en Francia, allá por 1789. Esta revolución no trajo sino un caos a nivel europeo que cristalizaría en el Imperio Napoleónico y que se daría por fracasada tras el Congreso de Viena de 1814-15, como otras tantas revueltas han fracasado históricamente: desde la comuna de París, que se saldó con 30.000 muertos y se sostuvo poco más de sesenta días, hasta la de todos conocida Revolución Rusa de 1917, que asesinó sin necesidad al zar Nicolás II y consiguió un régimen dictatorial en manos de Stalin menos pobre pero infinitamente más restrictivo que el que le precedió. Con todo, nos resignamos a quitarnos la venda y abrir los ojos para observar, al fin, que las revoluciones violentas son, en palabras de Kant, "el cambio de unos valores para instaurar otros", una mera limpieza de escaparate que mantiene el mismo problema de fondo, una transmutación de lo más superficial incapaz de cambiar el sustento de los problemas, y que no consiguen sino un levísimo progreso en favor de la mayoría, progreso que parece haber desaparecido con el capitalismo más extremo.

La revolución no es el camino. La única posibilidad de progreso, de ese progreso que necesitamos intrínsecamente como seres humanos que somos, está en el desarrollo cultural del pueblo como conjunto, como mayoría, que se ha convertido en indudablemente inculto. Cuando más de la mitad de los españoles que no lee o dice leer ocasionalmente admite hacerlo por falta de interés y no por falta de tiempo, ese conjunto de incultos sin interés sobre los que recientemente escribí en este mismo blog en artículo bajo ese preciso mismo nombre, demuestra que, como afirma Javier Marías, "está en el mundo que le ha tocado en suerte como un animal sin intentar comprender nada de nada".

Desechada la revolución, necesitamos encontrar otras vías. Cuando uno se remonta al siglo XVIII, al siglo de los ilustrados como Kant o Rousseau, encuentra apuntes interesantes en el despotismo ilustrado de, por ejemplo, Federico II el Grande, rey de Prusia entre 1740 y 1786. Él, desconocido para la mayoría, de padre absolutista y nada sospechoso de progresista, aprendió música y filosofía, creó una Academia del pensamiento -de ella formaron parte ilustres como Voltaire- y permitió una libertad de expresión nunca vista hasta entonces. Quizá convenga imitar prácticas de este siglo, como la divulgación de la cultura y el intento de culturizar al pueblo, y rechazar otras erróneas, como el absolutismo que desencadenaría una revolución de la que ya hemos hablado. Transformar el "todo para el pueblo pero sin el pueblo" en "todo para el pueblo y con el pueblo". Tan costoso proceso de culturización merece sin lugar a duda una siguiente entrega.

lunes, 6 de abril de 2015

La cultura del miedo

Basta leer los periódicos para observar con estupefacción que semanalmente muere alguien en Estados Unidos como consecuencia de uno o varios disparos por parte de la policía. Pero no "alguien" como una persona desconocida y lejana a nosotros, no: se trata siempre de un negro. A la policía yanqui, armada hasta las trancas como lo están los ciudadanos a los que "vigilan", se le disparan las pistolas como si tuvieran resortes cuando un negro se cruza por su camino, independientemente de que sea culpable, o no; de que quiera huir, o no.

La excusa más habitual, irrefutable y por tanto cojonuda, es que el policía dispara cuando siente miedo "por su propia integridad". La policía dispara a negros que huyen porque teme que se giren, den cuatro volteretas, se saquen un arma del calcetín y les dispare. Como en las películas.  Lo suyo es echar el freno y pensar por qué se da esta situación. La respuesta es tan fácil que a los americanos, siempre tan obsesionados con inventar lo más complejo al entenderlo como lo mejor, se les escapa. Qué vamos a decir de ese país que invirtió millones en inventar un bolígrafo para el espacio - el Pilot- y contempló con cara de idiota cómo los rusos, prácticos por encima de todo, se llevaron un lápiz. Quizá, solo quizá, si el acceso a las armas no fuera tan fácil en EEUU, si no bastara con tener dinero y cuatro clasecillas convertidas en "licencia" para tener una pistola en el cajón, no sería necesario que los cuerpos de seguridad atacaran para defenderse. Podrían simplemente amenazar o en casos extremos golpear, pero no sería necesario matar porque el presunto criminal no estaría armado.

Todo responde a una estrategia mucho mayor. Como señala Michael Moore en su brillante documental "Fahrenheit 9/11", el miedo hacia los negros, es decir, el racismo más vil, viene alimentado por los medios, que los señalan como criminales despiadados y no como ciudadanos honrados, a diferencia de los blancos, patriotas orgullosos de su país y auténticos héroes nacionales. Semejante bombardeo de mentiras manipuladoras lleva a cualquiera a sentir la necesidad de protegerse mediante la fuerza, y para ello el Gobierno administra armas a diestro y siniestro. Una vez garantizada la falsa sensación de protección, cualquier otro asunto parece intrascendente: el egoísmo con los mendigos, increíblemente abundantes en tan próspero país, la ausencia de colegios, universidades y hospitales sufragados con dinero público y la política expansionista que con la CIA a los mandos busca dominar el mundo. Este imperialismo descarado se suaviza para los patriotas que dicen estar orgullosos de una mierda de país de conformistas en el que uno no puede ausentarse del trabajo ni justificando un dolor de cabeza: no le pagarán el día.

Y, como los europeos nos dejamos comer el coco por cualquiera que hable inglés, traemos hasta aquí su mierda de comida, sus películas propagandísticas más propias de Goebbels que de Obama, su cultura sin pasado que hace que olvidemos el nuestro, su capitalismo más extremo que pone a las personas al servicio del capital y su consecuente religiosidad fervorizada asombrosamente nihilista, sus costumbres más absurdas, su tecnología punta que engaña, somete e hipnotiza a cualquier bobo y hasta su lenguaje, que se cuela en la riqueza léxica del castellano para hacernos de menos. Solo hay un consuelo posible: si cayeron los griegos, los romanos, los otomanos y un largo etcétera de imperios poderosos, tranquilos, algún día caerán los yanquis.