Las páginas de los cuatro periódicos punteros (El País, El
Mundo, ABC, La Razón) rebosan publicidad invasiva de grandes potencias
económicas. Sobre el diario El País, por ejemplo, dicta Prisa y, por ende, el
Santander, por lo que no es extraño encontrar una muy sutil manipulación en las
noticias de índole económica, en lo que se convierte en una perfidia a los
principios elementales del periodismo sano. El lector está obligado a leer el
contenido por el que se ha interesado con el logotipo de conocidas marcas
-esencialmente bancos- a ambos lados, exaltados en llamativos tonos. En las
páginas, además, existe un diseño que provoca la aparición del anuncio en el
centro de la pantalla durante los primeros (eternos) cinco segundos. Así,
mientras uno espera a informarse sobre lo más recientemente acontecido en torno
a Grecia, contempla publicidad de bancos que, como es obvio, consiguen así el
silencio de los periódicos en los que se anuncian a cambio de un chantaje no
escrito y quizás tampoco hablado. Si los bancos quitan los anuncios, los
periódicos cierran.
Ocurre en los periódicos como en la vida misma: el entorno
económico marca la forma de pensar, la ideología. Se cumplen por tanto los
principios elementales de los filósofos de la sospecha, Marx, Nietzsche y Freud
en el siglo XIX y otros tantos de ahí en adelante. Afirmaron que el pensamiento
de uno debe ser contextualizado: donde para Marx es necesario conocer la
situación económica que rodea a una persona porque ella marcará su forma de
pensar e incluso de actuar, para Freud hay que analizar esos pensamientos y
actos en base a la influencia del inconsciente, subversivo y manipulador. Los
periódicos se acercan más al concepto marxista, porque es su necesidad
económica la que les lleva a vender su línea editorial. Se convierten, y con
ellos todos sus redactores (y qué decir de quienes editorializan bazofia ignominiosa
de lo más variada), en estómagos agradecidos, máquinas creadoras de la mentira
consciente y deliberada. Venden su imagen y venden a su público. Pero papel
venden el justo, y ese es su otro gran problema.
Si el nivel del periodismo alcanza las más lamentables cotas
vistas desde la Transición, es culpa suya. Todos, sin excepción, han
prostituido la libre información, el periodismo entendido como verdad objetiva
a cambio de algo (dinero). Lo han hecho regalando a través de Internet y
aplicaciones de teléfonos móviles el contenido calcado de las versiones en
papel. Columnas, noticias, artículos, editoriales, reportajes, entrevistas.
Todo está en las aplicaciones y de manera mucho más cómoda, porque en ellas no
hay enormes hojas que se separen ni tinta que manche el sofá. El mismo teléfono
móvil, la misma pequeña pantalla, representa ahora una noticia sobre Grecia,
esta noche un reportaje sobre las centrales nucleares y mañana un artículo de
Javier Marías. No hace falta cambiar de teléfono ni añadir un menos a la cuenta
de resultados de la tarjeta de crédito. El objetivo (como en toda empresa, y
más en este capitalismo extremo que mercantiliza hasta la información) es
mantener o aumentar los beneficios, con lo que la disminución de las compras
minimiza el ingreso, y a menor ingreso corresponde menor gasto. Periodistas a
la calle, becarios a puño, sueldos ínfimos, periodistas de aún menor nivel
intelectual. El chiringuito se desmorona porque la información es pobre, quien
la redacta es corto y quien la lee no paga. Y porque esa pobreza informativa es
gratis, así que sus consecuencias son aún peores al convertirse su repercusión
en ilimitada. El más vulnerable botarate puede leer y creer las falsedades
vertidas en aplicaciones. Vertidas como lo que son: mierda.
Resumiendo: el sistema mercantiliza la información e impone
su ley de la competencia egoísta a los medios de comunicación, llevándolos a
regalar sus contenidos a cambio de ser más populares que el del edificio de en
frente. Cuando el lector no paga, los medios se entregan a grandes concentraciones
de capital para subsistir, cayendo bajo su dominio. Las mismas concentraciones,
las mismas instituciones desalmadas y -al contrario de la imagen que proyectan-
antidemócratas que conforman el propia sistema. La pescadilla que se muerde la
cola otorga a la prensa libre la enfermedad de la mercantilización de la
información y la precarización de empleos. Y, hecho eso, sólo hace falta
rematarla. A poder ser, en el suelo e indefensa.
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