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viernes, 9 de enero de 2015

Ciencia y religión

Considerado por muchos como el más trascendente físico del siglo XX, Albert Einstein fue agnóstico desde que tuvo uso de razón. Aunque rechazó el concepto de ateo, se consideró judío sin compartir todas las creencias semitas, sino por concebir el judaísmo como un modo de vivir y entender la vida. Como en la mayoría de científicos, en el alemán predominó la razón -de uso imprescindible en su profesión- sobre la fe.

Y como Einstein otros tantos científicos ateos que se han decantado por un bando al encontrar discrepancias entre ciencia y religión: Stephen Hawking o Richard Dawkins son claros ejemplos. Mientras que Hawking se declara ateo y dice descartar los milagros religiosos porque la ciencia les ofrece explicación, Dawkins va más allá: "La fe revelada no es una tontería inofensiva, puede ser una tontería letalmente peligrosa porque da a la gente el falso coraje de matarse a sí mismos, lo que automáticamente elimina las barreras normales para matar a otros".

Es evidente que desde un punto de vista objetivo y meramente científico creer en la existencia de Dios es un disparate, un auténtico sinsentido. Sin embargo, la fuerza de la fe que, no lo olvidemos, ha impulsado a la civilización durante siglos, parece no atender a razón precisamente por ser fe, es decir, algo intrínsecamente irracional, al mismo tiempo que exige ser tratada con respeto por todo lo que significa para millones de personas. Pero, atendiendo a las palabras de Dawkins, aunque una creencia pueda resultar inofensiva, no lo es cuando se lleva al límite, donde la vida es una simple espera a la muerte. Es precisamente esta conducta, la de una vida "de paso" hacia la muerte, que han defendido desde San Agustín hasta los musulmanes más extremistas de la actualidad, es este desprecio de lo único que tenemos con seguridad, la vida, lo que puede dotar a la religión de la cualidad de asesina.

La religión, los religiosos, creyentes en uno o muchos dioses, anulan sistemáticamente todo lo que vaya en su contra, como la Iglesia torturó a Galileo por su sistema heliocéntrico o a otros 30.000 inocentes por declararles herejes, haciendo imposible la coexistencia entre ella y la investigación. Instituciones como esta de la que hablo, la Santa Inquisición Española, o Estados extremistas de asesinos peligrosos como el Estado Islámico, me llevan a pensar que lo mejor que podría ocurrir a la civilización sería la desaparición de las religiones, no forzada sino paulatina y sobre todo natural, fruto de la entrada en razón de quien aún no lo ha hecho. Ni digo ni pienso que las religiones sean siempre negativas, pero los valores que inspiran pueden ser asumidos por una educación alejada de seres misteriosos que leen nuestras mentes, incluyendo la solidaridad de, por ejemplo, los misioneros cristianos, que actúan por vocación y de los cuales la Iglesia saca pecho como si fueran de su cosecha. Porque la religión y el progreso, es decir, nuestra mayor aspiración, son simplemente incompatibles.

 

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