La raíz de estos conflictos no es otra que la finalidad de
un Estado: asumamos, pues, que estas grandes asociaciones de naciones buscan en
muchas casos protección exterior. Por tanto, los Estados son creados por los
individuos para evitar verse demasiado solos, es decir, por miedo. Habiendo
creado entes tan grandes y complejos, que abarcan tal cantidad de terreno y, lo
que es más importante, de personas, éstos deben mediar en conflictos internos
sin atender en cierto modo a culturas y religiones que, por muy tradicionales
que sean, general conflictos irresolubles.
En el caso de las religiones, que son, al fin y al cabo,
creencias tan respetables como infundadas, los detalles marcan la diferencia:
desde un denigrante velo hasta un machista hábito. Los pequeños detalles
determinan la imagen, y esta apariencia genera inevitablemente
prejuicios. Pensemos, entonces, en lo que percibe un niño al ver a una mujer
tapada de pies a cabeza, escondida tras la muralla del miedo, si, al preguntar
a su madre, ésta justifica el comportamiento de la mujer en cuestión. Está
claro: interpretará que ciertos motivos son sagrados y justifican el trato de
inferioridad hacia el sexo femenino. Objetivo logrado.
Tolerar ciertos comportamientos y actitudes
extremistas e irrespetuosas, ya sea por parte de un Estado como institución o
de personas con criterio propio, es tan despreciable como las actitudes en sí.
Quizá sea el momento de agachar la cabeza y asumir nuestra culpa, porque el miedo a lo externo que oprime a las mujeres religiosas es el mismo
que nos juntó en Estados, y nosotros tan sólo mostramos absoluta indiferencia.