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miércoles, 25 de noviembre de 2015

La Navidá

Tiempos de familia y tiempos de tormento. Sin ser características unidas por ningún hilo -por fino que sea-, claro. Pero por mera casualidad la Navidá es tiempo de ambos, de familiares desconocidos venidos del infinito y más allá y de tormento espiritual y moral en forma de falsedad hipócrita irreconciliable con la verdad humana.

La Navidá se puede fácilmente escindir en distintos aspectos clave. En primer lugar cabe su la vertiente moral, basada en la hipocresía más ruin del buen rollo más fingido. Haya buen rollo o no. El caso es que la Navidá está más impostada que la voz de Carlos Herrera. Las buenas relaciones se hiperbolizan para trivializar con el más absoluto desprecio el amor mutuo, porque la exageración del mismo es al mismo tiempo la prueba de lo falso que alcanza a ser. Y luego está el lado tan abstracto como oscuro: el ser humano es por característica malo, pero se empeña en desmentirlo. Quizá sea porque, en el fondo de su existencia, la Navidá es una convención universal para reconciliar al humano con sus semejantes y disimular todos ellos el odio mutuo que se profesan. Algo así como un lavado de fachada a final de año que permita ensuciarla a gusto el año próximo. "El hombre es un lobo para el hombre", dijo Hobbes. Pseudo-perogrullada, diría yo. Tan lobo es y tan claro lo tiene que necesita negarlo tajantemente una vez al año, sonreír fervientemente a la cámara de la suegra y aparentar así ser sano y amigable. Haya, insisto, buen rollo o no.


Claro, la Navidá viene de la mano del absurdo consumismo llevado al extremo. La sociedad capitalista, ya se sabe. La mierda de sociedad capitalista. Que una cosa lleva a la otra. Resulta que, como nace Jesús y qué bonito está el pesebre, comprarle un ordenador al niño y un foulard a la tía parece justificado. Y no hay nada malo en dedicar una vez al año cinco minutos a una persona para saber qué comprarle. Pero sí hay -y mucho- malo en las campañas publicitarias de grandes marcas alienadoras empeñadas en sumir a la población en la esclavitud de la compra continua, del gasto constante, del fluir del dinero de unas manos (todas) a otras (las menos). Y parece muy ilícito aprovechar la época de la felicidad internacional para colar anuncios mediante mensajes consumistas que logren hacer trabajar un sistema que no funciona. Como una caja de cambios sin embragar: cambia la marcha pero al de poco se rompe. Y esto, claro, se romperá. Explotará. Pregunten si no por ahí abajo.

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